martes, 10 de noviembre de 2009

La comida y yo



La comida y yo tenemos mano a mano una relación maravillosamente tormentosa. Apenas hay cosas en este mundo que aporten al ser humano más placer que la comida. Para mí es un premio y un castigo. Me premio con ella constantemente, por un mal día para compensar, por uno bueno porque me lo merezco. Y me castigo cuando los kilos de más aparecen por cualquier rincón de mi anatomía. Y aparecen, y luego sufro la vida, y me quedo como en un letargo infernal cuando hago dieta.

La comida hace que mi vida sea en color. La falta de texturas y sabores me convierte en un ser menos feliz, más gris, más triste. Y no es cantidad. No lo es. Nunca lo fue. Es calidad. Es todo aquello que me aporte una nueva dimension, una nueva textura, sabor, olor.

Cuando llego tarde a casa, cansada, harta del trabajo o del día que he tenido, mi premio es pensar que puedo cenar unos fetuccini con funghi porcini cremosos sobre los que rayaré cualquier queso que tenga a mano. Y en mi casa cualquier queso puede ser un Comte de esos penetrantes o un Pecorino blandito o el resto del Manchego o el Idiazabal que hay en la nevera. Y muy pocas veces un previsible Parmeggiano Regiano (que prefiero comer a pedazos terrosos mientras siento los cristalitos duros que se quedan como burbujas entre la carne del queso).
Suño con alcanzar el pesto perfecto, cosa que en mi caso es complejo porque odio apuntar medidas y cada vez sale uno diferente. Igual con la bechamel. Igual con la mezcla de especias para el curry. Igual con el hummus, a veces maravilloso y cremoso, los días peores esos en los que olvido el tahini o el ajo... y me doy cuenta cuando ya he limpiado los cacharros.

Veo el canal cocina, veo los viajes gastronómicos del canal viajar. Veo los programas que hablan de vino y de comida y de restaurantes. Leo las criticas, voy a los restaurantes nuevos y a los de moda, y a los de siempre y a los de amigos y a los de gente a la que admiro en secreto. Sigo desde hace años a Jamie Oliver, no porque me guste su cocina, casi siempre excesivamente excesiva con el ajo, sino porque me atrapa su pasión, sus ojos pequeñitos y brillantes, el detalle con el que describe cosas tan cientificamente fisicas como la ebullición. Adoro cómo subjetiviza las texturas y los aromas, como aprecia un pimiento o un simple pepino. Como cecea con su ingles de barrio y de extrarradio. Como reivindica el aceite de oliva -también en exceso en sus platos-. Y aunque pueda sonar lo contrario no soy una fan loca. Pero ese ser con aspecto de hooligan y manos de obrero deja siempre patente dos cosas que admiro profundamente: "la pasión y la sensibilidad". ¿Qué hay más atractivo que una persona que desprende pasión por lo que hace?. Me siento una mosca en un plato de miel.

Pero hablábamos de comida. Y de cocineros. Y de las veces que se me han venido las lágrimas a los ojos cuando te metes el tenedor en la boca y tu saliva comienza a envolverlo todo, la sensación de esa textura, los sabores conocidos, y aquellos que no logras identificar a la primera pero que te hacen sonreir cuando el cerebro te otorga la solución con unos segundos de retraso. Y me encantaría poder decírselo a ellos cuando salen a saludar, o peor aun que los llamaran, sí, que los llamara el maitre y viniera el cocinero y se sentara conmigo y pudiera preguntarle y decirle y... probablemente quedar como una loca desequilibrada.

Me gustan las trufas, pero me agobia el exceso y la tendencia a abusar de ellas ultimamente sobre los huevos y las patatas. Me apasiona el cardamomo, el cilantro o el gengibre, y suelo echarlo de menos en los platos que lo anuncian en cartas. Me gusta el olor de la salvia, el bofeton evidente, cálido y burdo del aroma de la albahaca fresca. Lo acartonado y antiguo del laurel. Y adoro las patatas fritas con pimienta negra recien molida, eso sí, o la pimienta es buenísima o la cosa se queda en lo banal. Creo que un tomate, una rebanada de pan y un buen aceite de oliva no tienen nada que envidiar a un plato muy elaborado. Y hecho de menos como nadie sabe el sushi y el sashimi fresco debido a mi maldito anisakis. La sepia cruda, suave y terrosa. Los mini huevos de pez volador que estallan como lo hacían las petas zetas de mi infancia y la textura untosa y maravillosa del pez mantequilla.
Me puedo comer la carne muy hecha, sobre todo si es pluma de iberico o asado de tira; y el kobe graso en lonchas finas totalmente crudo. Me fascina la existencia de un pimiento verde, su olor; y me fascina aun más cómo cambia al freirlo, porque uno no necesita nada más. Me fascina el pimiento rojo, un pimiento rojo asado que reposa para volverse meloso. Y un huevo confitado y una hogaza de pan de las que tienen olor a leña.


*los mejores huevos con patata y trufa, en la Gabinoteca en Madrid. Lo sirven en un bote de cristal con tapa y lo tomas con cuchara, fantástico uso de la trufa sin pasarse, algo que viene siendo habitual ultimamente. Ojo porque no reservan así que armaros de paciencia.
La Gabinoteca. C/ Fernández De La Hoz 53 28003 Madrid - 913 991 500
La versión de Dario Barrio en Dassa Bassa es también espectacular, con aire de patata que los hace ligeros sin perder cuerpo y textura. Dassa Bassa, Calle Villalar 7, Madrid - 915 767 397

2 comentarios:

eva dijo...

Está genial...y aunque hace un rato que he desayunado ... después de leerlo me comería unas patatas fritas con pimienta negra ...ummmmmm....tengo que reconocerlo la comida es uno de los mayores placeres de este mundo, cómo puede haber gente que sólo come para alimentarse?
bso

Santiago U. dijo...

Me gusta Jamie Oliver. Es como una mezcla entre Arguiñano y Rambo. Como tú dices la pasión que le mueve es lo a que engancha de este tipo. Un tipo interesante un tanto excesivo con las especias. Yo he aprendido a algunas cosas con él.

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